MONTERO, José María (apodos: Llata, El Temerario; seudónimos: Ramón Galán Lafuente, Miguel A. Ortiz) (San Salvador de Cecebre, municipio de Cambre, Provincia de La Coruña, Galicia, España, 4/5/1897 – Peirallo, Galicia, España, 13/7/1981).
Anarquista gallego, activo en la Argentina entre 1926 y 1937, dirigente de la Sociedad de Resistencia Unión Chauffeurs adherida a la FORA, condenado a muerte bajo la dictadura de José F. Uriburu, luego combatiente en la Guerra civil española.
Nace en una aldea gallega, en el seno de una humilde familia de labriegos pobres. Su madre se llamaba María Casal Míguez. Según su propia autobiografía: “Mis padres —un humilde matrimonio labriego—, como la gran mayoría de los que por entonces habitaban en esta parte del planeta, amasaban con inmenso sacrificio el pan de cada día, que exigían perentoria y cotidianamente la boca de sus catorce hijos, llegados al mundo como una resignada respuesta al precepto bíblico…” (Ortiz, 1974, p. 9).
Afanoso de instrucción, después de “titánica lucha” logró convencer a sus padres de que le permitan asistir al colegio primario “por unas cuantas pesetas al mes” hasta aprender a leer y escribir. El cura párroco del pueblo vislumbra condiciones en el niño y propone internalo en el Convento de los jesuitas de Santiago de Compostela, pero sus padres lo necesitan para en las duras faenas de labranza. Sus dos hermanos mayores habían partido hacia la Argentina hacia 1911 y otros ocho, de los catorce hijos, fallecieron por accidentes o razones de salud cuando sus padres aún vivían.
A partir de los 18 años cumple durante tres años con el servicio militar obligatorio en la Marina de Guerra española en el acorazado “España”, donde aprende el oficio de artillero. De regreso por breve tiempo en la aldea paterna, a los 21 años de edad logra cumplir el sueño de embarcarse rumbo a Cuba. Al poco de llegar consigue trabajo en un café de La Habana de la calle Oficios 35, frente al café “La Perla de San Francisco”, aquel que algunos años después frecuentaría Ernest Hemingway. Pero ocho meses en el café habanero eran suficientes para este joven ansioso de aventuras. De modo que el encuentro azaroso con un amigo del pueblo que era parte de la tripulación del barco “Morocasten” (que triangulaba Estados Unidos, México y Cuba) le facilitó la salida, embarcándose en el buque como polizón. Cuando en 1920 llegó al puerto de Nueva York evadió a los guardias de aduana presentándose como fogonero de la tripulación. Gracias a la red de contactos con sus coterráneos, se instaló en la fonda de una familia gallega en Roosevelt Street, frente al Puente de Brooklyn. Y antes de un mes había conseguido empleo como ascensorista en el Edificio “Edison” de Gold Street. Cuatro meses después el mar volvió a tentarlo y consiguió trabajo como limpidador de máquinas en la tripulación del “Santo Luis Savannah”.
Pero la grave crisis económica del año 1922 redujo súbitamente el comercio marítimo, librando a miles de marinos a su suerte en los puertos de los Estados Unidos. Montero había quedado varado en Port Arthur (Texas) y no conseguía empleo, de modo que con un compañero de navegación montó un improvisado dúo musical que pedía ayuda en las puertas de los teatros. Finalmente, en agosto de ese mismo año consiguió trabajo como fogonero en un buque de carga que debía traer café de Brasil. Con un amigo mexicano cruzó la frontera sur rumbo a Veracruz y desde allí se dirigieron por unos días al Distrito Federal. Cuando el 22 de agosto de 1922 pasó rumbo a México por Nueva Orleáns, lo registraron como “Joseph Montero”, marinero, sin más “señas particualres” que un tatuaje en la mano izquierda. Consiguió embarcar en otro buque rumbo a Boston y después de cinco meses de trabajar en diversos barcos, aceptó ser parte de la tripulación de un buque que lo llevó a conocer Japón.
De regreso en los Estados Unidos, decidió trabajar un buen tiempo en tierra, empleándose primero a cargo del ascensor de carga en una mina en la ciudad de Atlas (Pensilvania) y poco después en una fábrica de cañones en Bethlehem. Siguiendo las recomendaciones de sus paisanos, logró ingresar a la automotriz Ford Motors de Detroit, donde estuvo durante un año en la fundición. Expulsado de la empresa a causa de una pelea con un compañero de trabajo, se incorporó a la General Motors (GM). Entre tanto, los domingos entrenaba como boxeador amateur, logrando rápidas victorias hasta que en su última pelea se fracturó la mandíbula.
En enero de 1926 decidió visitar a sus padres, “con la solvencia de los dólares ahorrados”. Pero cinco meses en la casa familiar fueron suficientes y a mediados de ese año se embarcó con rumbo a la Argentina, adonde habían migrado sus dos hermanos mayores. Con sus entecedentes de trabajo en las automotrices estadounidenses no le costó conseguir trabajo en la filial argentina de la GM, donde se desempeñó como pintor de vehículos y recibió su carnet de conductor. Montero piensa, una vez más, trabajar en la empresa el tiempo necesario para independizarse, pero aquí se opera un giro en su vida aventurera: su iniciación política.
Sus compañeros de la GM le ofrecieron ser uno de sus delegados, integrando una pequeña comisión de fábrica con representantes de las cinco secciones (carrocería, tapicería, mecánica, pintura, retoque y fileteo) que se reunía en el local de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). Cuando la información llegó a los oídos de Mr. Lee, el gerente de la GM, Montero y sus cuatro compañeros de la comisión fueron despedidos. La comisión convocó a asamblea general y a comienzos de 1928 declaró una huelga que afectó a la casi totalidad de los 1600 obreros y que se extendió durante diez meses. El Comité de huelga que acababa de crearse recibió el apoyo de la Sociedad de Resistencia Unión de Chauffeurs (adherida a la FORA) que asumió la paternidad del conflicto. Se realizaron mitines y conferencias, se repartieron volantes y se pegaron carteles en las calles. Pero la patronal no cedía y la huelga se prolongaba demasiado. Entonces la FORA declaró el Boycott a la General Motors, y según el testimonio del propio Montero, “los vehículos se incendiaban ‘solos’ de día y de noche, llegando a producirse tal cantidad de siniestros que nadie quería adquirir coches de esa marca” (Ortiz, 1974, p. 39). Según el testimonio de Diego Abad de Santillán: “Después de una intensa campaña pública para advertir a la población que no se debían adquirir los coches de la empresa boicoteada, se procedió a un sabotaje metódico. Los coches nuevos de la General Motors Co. ardían en sus estacionamientos, sin que fuesen sorprendidos los incendiarios. En los ocho o diez meses que duró esa acción, no se produjo ningún daño a las personas; ardieron en total unos 600 coches nuevos” (Santillán, 1977, p. 124).
En octubre de 1928, con la llegada a la Argentina de nuevos directivos de la GM, se iniciaron las negociaciones. El nuevo gerente, Mr. De Tonnay, se apersonó en los talleres de La Protesta y hasta ofreció al diario anarquista 5.000 dólares en compensación por el costo de impresión de los carteles y los volantes. Diego Abad de Santillán estuvo presente en las negociaciones entre el Comité de huelga y la nueva gerencia, que concluyó con la reincorporación de los despedidos y el cobro de los meses en huelga.
Pero el inquieto Montero aprovechó el cobro de los meses adeudados para dejar la empresa y comprarse un taxi. Sin embargo, el auto era antiguo y la oferta de taxis superaba ampliamente a la demanda, de modo que junto a otros compañeros de la Unión de Chauffeurs acogieron en una asambea reunida en el local de la calle Bartolomé Mitre 3270 una idea sugerida por Diego Abad de Santillán, el director de La Protesta: ofrecer recorridos regulares a diversos pasajeros, como el tranvía, con tarifas fijas a bajo costo. Para hacer que el vehículo tuviera mayor rendimiento, los que tenían experiencia en la fabricación de automóviles propusieron alargarles el chassis hasta dotarlos con capacidad para 6, 8 e incluso 10 asientos. Así entró en circulación la primera línea de “colectivos”, como los bautizó Santillán, que tomó el número de línea 1, con un recorrido que unía Plaza de Mayo con Floresta (Lacarra y Rivadavia) (Santillán, 1977, p. 125; Ortiz, 1974, p. 42). Montero comenzó trabajando como chofer, hasta que logró comprar su propio colectivo marca “Studebaker President”, fundando una empresa que tomó el número 86, con recorrido entre Plaza de Mayo y Villa Devoto.
Pero Montero no soportaba más de dos años el mismo trabajo, de modo que en 1929 instaló con un socio un comercio de venta de artículos de forrajería. Disgustado con su socio, vendió su parte y pasó a vender esos mismos artículos en forma domiciliaria, montado en un carro tirado por un caballo. El 26 de abril de 1930, cuando tenía 32 años, se casó con Elena Fernández, hija de gallegos, que debió afrontar las vicisitudes de su matrimonio “con abnegada resignación” (Ortiz, 1974, p. 44).
Destartalado el carro durante una jornada en que se desbocó el caballo, Montero volvió a trabajar en la Línea 1 de colectivos, ahora como “control” de los 70 vehículos en circulación. Y una vez más, promovió la celebración de una asamblea, formándose el Sindicato de Controles e Inspectores, integrado en la Sociedad de Resistencia Unión de Chauffeurs, a la cual seguía pertenediendo. Fue elegido tesorero de la primera comisión directiva.
Ante la inminencia del golpe miltar, Montero participa de la asamblea general de todos los gremios adheridos a la FORA donde defendió junto al marítimo Juan Antonio Morán, Diego Abad de Santillán, Rodolfo González Pacheco y Horacio Badaraco, la línea más radical, aquella que amenzaba a los golpistas con la convocatoria a la huelga general e incluso con la resistencia armada. Pero cuando efectivamente del 6 de septiembre de 1930 se produce el golpe, algunos miembros de las líneas de taxis y de colectivos que se habían asociado por conveniencia comenzaron a desertar. Cuando a mediados de diciembre la Unión de Chauffeurs llama al paro, los activistas “más exaltados” comenzaron a quemar los coches de los que no lo acataron. “Yo nunca compartí esa medida extrema —escribió Montero décadas depués—, aunque consideraba que al traicionar la causa, ellos mismos habían provocado la descontrolada situación” (Ortiz, 1974, p. 49).
Según la causa judicial, Montero y dos de sus compañeros del sindicato —Florindo Gayoso y José Santos Ares— fueron sorprendidos el martes 16 de diciembre de 1930 por una patrulla de policía integrada por un sargento y dos oficiales cuando volcaban e incendiaban el auto del taxista José B. Iglesias, un propietario que no había acatado del paro. Al grito de “¡Alto!” y ante el riesgo de ser juzgados bajo la ley marcial (regía el estado de sitio), se habrían dado a la fuga en su automóvil mientras se tiroteaban con los agentes, hasta que su auto volcó y fueron finalmente detenidos. Según el testimonio recogido por Osvaldo Bayer, Montero y sus compañeros fueron detenidos por la policía tras “atacar a palos a un compañero que se resistía a hacer un paro” (Bayer, 1970, p. 152).
Los choferes anarquistas reconocieron la acción huelguística y el reparto de volantes desde el autmóvil en el que se desplazaban, pero negaron rotundamente haber volcado el colectivo o atacado a uno de sus excompañeros. Muchos años después de los hechos, Montero dejó un testimonio detallado de lo acontecido esa noche que merece ser reproducido:
Una de esas tantas noches de violencia quiso el destino verme para mi desgracia involucrado en los acontecimientos. En unión de cuatro compañeros estaba repartiendo un manifiesto al que habíamos titulado ‘El Verbo Prohibido’ cuando nos encontramos de pronto cerca del lugar donde se estaba incendiando el coche de un desertor, obra de la cual éramos totalmente ajenos.
Al intentar alejarnos del lugar, dio la casualidad que anduviera por allí una patrulla policial, la que pretendió detener nuestro coche. Dado las circunstancias, huimos velozmente, ignorando la orden impartida.
El coche policial emprendió nuestra persecución, disparando sus armas para obligarnos a detenernos. Esto provocó el nerviosismo de nuestro conductor, que al doblar una calle por la mano izquierda, calculó mal el viraje, chocando con el cordón de la acera y provocando la rotura de la punta del eje delantero.
Miguel A. Ortiz, 1974, p. 50.
Los cinco anarquistas se parapetaron detrás del auto frente al patrullero que se había detenido a prudente distancia. Montero continuó disparando para cubrir la huída de sus cuatro compañeros. Acabadas las balas y aprovechando que había oscurecido, se internó en la Plaza Herrera del barrio de Barracas, pero otros policías que estaban en alerta lo identificaron cuando descartaba el arma.
Una vez en la comisaría y tras recibir algunos golpes, se encontró con que Florindo Gayoso y José Ares tampoco habían logrado evadir el vallado policial. Los otros dos choferes lograron escabullirse. Uno de ellos, el gallego Eligio Macías, se mantuvo escondido varios días y después se refugió por un tiempo en Montevideo (Abad de Santillán, 1977, p. 145).
Los tres detenidos fueron trasladados al día siguiente al Cuartel de Granaderos a caballo “General San Martín” del barrio porteño de Palermo donde serían rápidamente enjuiciados. Defendidos por jóvenes oficiales del propio ejército, el Presidente del Tribunal hizo lugar al pedido del fiscal: pena de muerte, a ser ejecutada el 30 de diciembre a las 5 de la madrugada. Montero pidió la palabra después del dictamen, pero el presidente del tribunal apenas lo dejó hablar unos pocos minutos.
Cuando eran conducidos a la Cárcel de Encausados en una furgoneta carrozada, los condenados tuvieron la idea de gritar desde las rejillas a quien quisiera escucharlos: “¡Somos los tres condenados a muerte que nos llevan a ser fusilados! ¡Somos Gayoso, Ares y Montero! ¡Viva la Unión de Choferes! ¡Viva la FORA! ¡Abajo los tiranos!”. La noticia llegó enseguida a oídos de la FORA y se divulgó por toda la prensa nacional e incluso la internacional, sobre todo la prensa gallega y la prensa internacional anarquista. El diario Crítica encabezó la inmediata campaña a favor del indulto. La recién creada Confederación General del Trabajo (CGT), más moderada que la FORA anarquista, se dirigió al presidente para solicitarle la conmutación de la pena de muerte como “acto de clemencia”. El sindicalista encargado de las gestiones ante el propio Uriburu fue Manuel S. Fandiño.
Una vez en la prisión y siempre esposados, fueron encerrados en celdas contiguas, en las que podían hablarse pero no verse entre sí. A la espera de la ejecución, Gayoso y Aires lloraban, mientras Montero los alentaba diciéndoles que no era más que un simulacro y que finalmente serían indultados. Cada uno tuvo derecho a escribir una carta a sus familiares. Montero le dedicó a su madre la que pensaba que sería su última misiva. Pero de pronto escuchó una voz de mujer que gritaba: “¡Déjenme pasar, soy la madre de Montero!”. Era en realidad Angélica Mendoza, antigua compañera de luchas, que iba a darle el último abrazo.
La visita de la mujer de Gayoso, con sus tres hijos pequeños, hizo que Montero, el hombre que no tenía lágrimas, se largase a llorar desconsolado (Soiza Reilly, 1930, p. 4). Los tres anarquistas rechazaron los servicios religiosos que les ofreció el sacerdote Gustavo J. Franceschi, futuro obispo de Buenos Aires.
Pero la intensa e inmediata campaña de solidaridad realizada a favor de Montero, Gayoso y Ares, así como el pedido expreso de Salvadora Medina Onrubia a Aurelia Madero Buján, la esposa del dictador Uriburu, logró que en la madrugada del 10 de diciembre de 1930 —cuando faltaban pocas horas para cumplirse la ejecución— la condena fuera conmutada por la de prisión perpetua. Gayoso y sus compañeros recibieron la noticia de boca del propio director de la Cárcel de Encausados, Oscar Viñas. El cura Franceschi fue esa misma madrugada al humilde domicilio de los Gayoso en el barrio de Liniers a darle a su mujer y sus niños la buena noticia.
Los tres choferes permanecieron un tiempo en la Cárcel de Encausados, donde Montero fue encomendado al sector imprenta. Hasta que recibieron la noticia de que la pena de reclusión perpetua debían cumplirla en la lejana cárcel de Ushuaia, en la isla de Tierra del Fuego. El 8 de mayo de 1931 fueron embarcados con otros presos en el buque “Chaco”. Otro de los presos confinados a Ushuaia escribió con seudónimo una crónica detenida de ese penoso periplo. Cuando él y su grupo de anarquistas detenidos son subidos al barco, se encuentran con otros cincuenta compañeros que habían sido embarcados y encadenados:
El ruido de hierros hace temblar. Algunos, al verlos, dejan caer lágrimas. Vamos viendo caras conocidas. Allí están Ares, Montero, Gayoso. Van tranquilos, plenos de ánimo. Librados de la muerte por los cuatro tiros, van a la muerte lenta, al cementerio blanco de los vivos.
F. de la Montaña [seud.]: “Las experiencias de los revolucionarios durante la dictadura militar”, en: La Protesta nº 6690, Buenos Aires, 26/3/1932, p. 2.
Después de siete días de travesía, desembarcaron en Ushuaia el 14 de marzo de 1931. A las duras condiciones del penal, cuyas temperaturas alcanzaban los 35 grados bajo cero, se sumaban los crueles castigos que imponían el Director Adolfo Cernadas, el Alcalde y los carceleros. Pero la situación de Montero mejoró cuando fue asignado a reparar y mantener la usina del penal. Por su parte, Ares fue destinado a la panadería y Gayoso a la carpintería.
En octubre de 1932, Josefa Sendón, la compañera de Gayoso, escribió un artículo en el periódico El Luchador denunciando la situación de su marido en la prisión y la suya, sola al frente de su hogar, trabajando como planchadora. Posteriormente el presidente Agustín P. Justo redujo la prisión perpetua de los tres condenados a dos años de prisión, que de hecho ya habían cumplido.
Salieron el 13 de diciembre de 1932, cuando un buque guardacostas los trasladó hasta Bahía Blanca. Para su sorpresa, se encontraron en el muelle con una muchedumbre que los esperaba con un cartel: “Bienvenidos los compañeros Gayoso, Ares y Montero. Estamos con vosotros”. En su edición de diciembre de ese mes, el periódico anarquista Tierra Libre, que dirigía desde esa localidad Luis Danussi, publicaba la siguiente noticia:
El miércoles 14 de diciembre de 1932, fuimos gratamente sorprendidos con la visita de tres camaradas: José Ares, Florindo Gayoso y José Montero, desembarcados la noche anterior, procedentes del presidio de Ushuaia. Los tres son valerosos chauffeurs que, en los aciagos días del terror uriburista , enfrentaron a los sabuesos del tirano, cayendo bajo la sanción de la ley marcial. Frente ya al pelotón de fusilamiento, el clamor y la protesta populares hicieron dejar en suspenso la aplicación del bando, siendo entonces enviados a Tierra del Fuego, condenados a reclusión perpetua, que se les redujo a dos años, que acaban de cumplir. Del horror ushuaiano, del sadismo de sus carceleros, del peligro que corre la vida de Siberiano Domínguez, nos hablaron extensa y vehementemente.
Tierra Libre nº 5, Bahía Blanca, diciembre 1932).
Desde Bahía Blanca, continuaron en tren camino a Buenos Aires, siempre escoltados. Cuando arribaron finalmente a la terminal de trenes de Constitución, fueron recibidos por una muchedumbre de 10.000 compañeros. Conducidos al Departamento Central de Policía, fueron dejados en libertad.
Contrariando los buenos deseos de su esposa, familiares y amigos, Montero continúa participando en las reuniones clandestinas de la Unión Chauffeurs y de la FORA. Una noche de abril de 1935 es detenido en su domicilio por una patrulla de la Sección de Orden Social de la Policía Federal y es embarcado enseguida en el buque “Costa Grande” rumbo a Barcelona. Visitó una vez más a su familia en Cecebre y en La Coruña tomó contacto con sus compañeros de la Conferederación Nacional del Trabajo (CNT), la central sindical anarquista española. Se embarcó de polizón en el buque alemán “Capitán Aroona”, pero fue descubierto. De nuevo en La Coruña, sus camaradas le proveyeron un pasaporte falso a nombre de Ramón Galán Lafuente. Bien vestido, portando patillas y bigotes, se embarcó entonces en “El Darro” con su nueva identidad. De todos modos, ante el riesgo de ser reconocido en el puerto de Buenos Aires, desembarcó en Montevideo e ingresó a la Argentina a través de las islas de Tigre.
De regreso en el hogar, cometió el error de volver a trabajar como chofer de colectivo en la empresa 86, donde algún soplón informó de su presencia a la policía. Vivió una temporada en Mar del Plata, luego en Villa Ballester, después en el pueblo de Bolívar, siempre fugitivo, condenado a esconder el ancla que llevaba tatuada en el dorso de la mano izquierda.
En julio de 1936 había estallado la Guerra civil española. Cansado de esta situación, en febrero de 1937 Montero se reunió con dos compañeros anarquistas, Laureano Riera Díaz y otro llamado Diego, con el objeto de embarcarse juntos a España para combatir en el bando republicano. Al enterarse que el barco republicano “Monte Serantes” estaba cargando en la ciudad de Rosario con destino a Barcelona, se embarcaron como polizones con ayuda de los marineros de la CNT y la UGT. Al día siguiente salieron de su escondite y llevaron a cabo un motín a bordo, amenazando con armas al capitán Pedro Lascurrain, que finalmente los desembarcó en Casablanca. Otra nave los llevó a Marsella y luego, cruzando los Pirineos, llegaron a Barcelona un 2 de abril de 1937.
A Montero se le encomienda asistir a un Consejero del Gobierno de la Generalitat de Cataluña, que traficaba a través de los Pirineos joyas y obras de arte requisadas por los republicanos a cambio de víveres que llegaban en camiones desde Francia. El encuentro azaroso con Ramón Suárez Picallo, otro gallego emigrado a la Argentina que por entonces había sido elegido diputado, le facilitó los contactos para realizar un curso de oficial, siendo luego destinado como teniente en el Cuerpo de Ejército Nº 10 al mando del comandante Francisco Galán. Una de sus últimas acciones militares tuvo lugar en noviembre de 1938, cuando las ametralladoras republicanas rechazaron con éxito un bombardeo enemigo. Resistió hasta final en la retaguardia hasta que en marzo de 1939 cruzó otra vez los Pirineos, siendo detenido en un campo de refugiados. Logró huir, pero fue capturado en otro campo, en Argèles-sur-Mer. Volvió a evadirse y volvieron a capturalo, ahora en el campo de Barcarès. Un giro de 60.000 francos enviado por sus amigos argentinos de la FORA torció su suerte: una nueva evasión le permitió llegar a Perpignan, comprarse ropas, pagar traslados y de allí llegar finalmente a París. Con el apoyo de Sociedades Hispanas Confederadas, obtuvo el visado para México, zarpando hacia América en el último barco que partió de Francia antes que estallara la guerra.
Arribó a México el 39 de diciembre de 1939. Su mujer llegó al poco tiempo desde Buenos Aires y Montero emprendió con unos socios gallegos sucesivos negocios de charcutería. Finalmente, separado de su mujer, visitó su pueblo natal en 1967 y retornó por unos meses a su querida Buenos Aires. Pasó sus últimos años en el pueblo gallego de Peirallo. En 1974 publicó en Buenos Aires su autobiografía con el título El verbo prohibido. Memorias de un condenado a muerte, firmada con el nombre de Miguel A. Ortiz. El libro no permite inferir si se trata de un escritor profesional que tuvo a su cargo la tarea de redacción o si se trata (más seguramente) de un nuevo alias de Montero.
Según informa Lois Pérez Leira en la Enciclopeda da Emigración Galega, Montero contribuyó en sus últimos años a la fundación del PSOE en su circunscripción. Su último logro fue la construcción de una carretera de más de 1.500 metros en una zona inundada de su pueblo. Falleció en Peirallo el 13 de julio de 1981 a los 84 años.
Cómo citar esta entrada: Tarcus, Horacio (2023), “Montero, José María”, en Diccionario biográfico de las izquierdas latinoamericanas. Disponible en https://diccionario.cedinci.org.