SERRANO, Adolfo (seudónimos: Antonio Suárez Reyna, Raúl Roca) (sin datos de nacimiento y fallecimiento).
Anarquista activo en la Argentina a comienzos del siglo XX, preso político en 1908, en 1909 se ordenó su deportación por aplicación de la Ley de Residencia.
Anarquista, activo en la Argentina a comienzos del siglo XX. En la mañana del 13 de enero de 1908, cuando la policía seguía la pista de un presunto atentado con explosivos que estarían preparando los anarquistas en el contexto de la huelga general lanzada por la FORA, Serrano fue detenido en la sede de la Sociedad de Caldereros mientras dormía. También fueron detenidos el militante anarquista italiano Remo Cotti y el gallego Manuel Lourido. Según el testimonio de Eduardo García Gilimón, “Serrano era un muchacho que estaba durmiendo en el local de la Sociedad de Caldereros cuando lo allanó la policía para secuestrar los explosivos que allí había destinados a… hacer fracasar la huelga general de enero de 1908”.
Transcribimos a continuación el relato de García Gilimón, titulado “la Odisea de Serrano”:
Lourido declaró que los tres, él, Cotti y Serrano tenían el propósito de hacer volar los depósitos de las aguas corrientes y unos cuantos edifi cios públicos más. Serrano lo desmintió; afi rmó que él no sabía nada; que cuando la policía invadió el local, dormía, y en un careo hizo que Lourido le descartase del complot, de aquel complot terrorista para cuya realización contaban con materiales químicos –según el análisis oficial– inservibles. Y el juez ordenó la libertad de Serrano. La policía tuvo que rendirse a la evidencia, y lo libertó. Pero no completamente. A los pocos metros de la puerta de la prisión, lo hizo detener de nuevo. Serrano se resistió. Se lió a golpes con los empleados de la policía de investigaciones. Se arrojó al suelo y promovió un escándalo que hizo intervenir a la policía uniformada, a los agentes de servicio. – Llévenme a la comisaría –dijo a los guardias. Pensaba con esto salir de la jurisdicción de la policía de investigaciones, cumplir la pequeña condena que se aplica a los detenidos por escándalo y lograr así fi nalmente una libertad, que veía problemática. Los pesquisas insistieron en llevarlo a investigaciones, y los agentes obedecieron. Fue encerrado en un calabozo subterráneo sin dejarle ropa alguna que hiciese las veces de cama. Pasó un día, dos, tres, y siguió así en incomunicación más absoluta, sin que la policía ni los jueces, ni nadie le interrogara. Cansado, resolvió no comer. Rechazó la comida una y otra vez, hasta que se apoderó de él una fiebre altísima. Fue sacado de allí en un estado de postración alarmante, y conducido a un hospital con la consigna especial de “incomunicado”. La madre de Serrano andaba como loca buscando a su hijo. En la prisión contestaban que había salido en libertad. En el juzgado le afi rmaban lo mismo. La policía sostenía que no sabía de él. El hospital no es un calabozo subterráneo. La incomunicación en donde hay varias personas no es, no puede ser absoluta. La madre del preso llegó a tener noticia de su hijo. Y Serrano fue trasladado otra vez a la ofi cina de investigaciones y remitido a otro hospital; al de enfermedades infectocontagiosas. Se le encerró en la sala de tuberculosos. Escandalizó, quiso maltratar con sus débiles fuerzas a los enfermeros y logró lo trasladaran a la sala de enfermedades de la piel, junto con los sifi líticos. Permaneció allí varios días. La comunicación con la calle era en aquel local de aislamiento más difícil. El director del hospital constató que no tenía enfermedad alguna, y mucho menos de carácter infeccioso, y que la extrema debilidad que la “huelga de hambre” le había causado iba desapareciendo con la alimentación del establecimiento. Ordenó le remitieran a investigaciones de nuevo, y allí retornó el preso sin causa ni proceso. Pasó la noche en un calabozo de las azoteas del Departamento, y al día siguiente fue defi nitivamente puesto en libertad. La prisión no le había vuelto loco, ni le había hecho contraer una enfermedad aguda, ni siquiera adquirir la tuberculosis o la sífilis. En Montjuich se torturaba bestialmente a los presos inculpados de terrorismo. En Buenos Aires, un auto de juez declarando la inocencia de un detenido, su inculpabilidad, servía a la policía de base para, sin brutalidad, muy refi nadamente, enviar un muchacho, casi un niño, a calabozos insalubres y a hospitales que son antesalas de la muerte… Eduardo Gilimón, Hechos y comentarios y otros escritos. El anarquismo en Buenos Aires (1890-1915), Buenos Aires, Libros de Anarres, 2011, pp. 85-87.
El nombre de Adolfo Serrano vuelve a aparecer el año siguiente en los expedientes policiales. La represión y estado de sitio que le siguieron a la muerte del Jefe de Policía Ramón L. Falcón (14/11/1909) sirvió de pretexto al gobierno argentino presidido por José Figueroa Alcorta para llevar a cabo una persecución contra el movimiento anarquista. Es así que siete años después de promulgarse la Ley de Residencia (noviembre de 1902) que autorizaba al poder ejecutivo a expulsar del territorio argentino a los extranjeros que perturbaran el “orden social”, el nombre de Serrano aparece en los listados de activistas a quienes el gobierno argentino buscaba aplicabar la pena de deportación. Acusado en el decreto del 24/11/1909 de “peligroso para el orden público” por “su conducta habitual” según nota elevada por la Jefatura de Policía de la Capital. En el documento también figura como “Antonio Suárez Reyna” y “Raúl Roca”.
Más de 200 anarquistas fueron expulsados de la Argentina entre noviembre de 1909 y enero de 1910. A partir su sanción en 1902 y hasta su derogación en 1958, la Ley de Residencia sirvió a sucesivos gobiernos argentinos para expulsar del país a alrededor de un millar de inmigrantes, principalmente anarquistas.
Cómo citar esta entrada: Tarcus, Horacio y Margarucci, Ivanna (2024), “Serrano, Adolfo ”, en Diccionario biográfico de las izquierdas latinoamericanas. Disponible en https://diccionario.cedinci.org.