LUNA, Rosa Sonia (apodo: La Negra Luna; nombre de guerra: Clara Rawson) (San Juan, Argentina, 20/12/1950 – desaparecida en San Rafael, Mendoza, Argentina, 26/05/1976).
Maestra y empleada administrativa, militante de base del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
Nacida el 20 de diciembre de 1950, cursó en su pueblo natal la escuela primaria y parte de la secundaria, antes de radicarse en San Rafael junto a su familia. Primero habían llegado sus dos hermanas mayores, Yolanda y Elisa, cuyos maridos habían conseguido trabajo en la construcción de la central eléctrica de El Nihuil. Luego se fue sumando el resto de la familia: Sonia llegó con sus padres a fines de 1967 y se inscribió en el Colegio Normal de San Rafael, para cursar el 4° año de la secundaria.
Uno de sus compañeros de colegio, Héctor “Rony” Ortiz, la recuerda como una chica morocha, de 1.65 de estatura y cabello corto, de carácter retraído, que solía sentarse en las últimas filas de clase; la llamaban “Sonia”, “Soñita”, o “La Negra Luna”. Al egresar del colegio en 1969 con el título de Maestra Normal Nacional, consiguió un puesto de secretaria en la constructora Petersen, Thiele y Cruz, donde su padre trabajaba como carpintero.
En 1972 comenzó a cursar la carrera de abogacía como alumna libre en la Universidad del Litoral, de Santa Fe. Su hermana María Azucena recuerda que “ella quería recibirse de abogada por una cuestión social, comunitaria: defender lo indefendible, mejorar los derechos de la gente”. Ese año aprobó su primera materia, Sociología, y en 1973 rindió exitosamente cuatro materias más. En la constructora conoció un empleado administrativo, Santiago “Chiche” Illa, quien lideraba junto con Luis “Bichi” Sabéz el equipo local del PRT.
Sonia desarrolló una estrecha relación con este último; la familia Luna recuerda que el joven pasaba mucho tiempo con ella, y que “salían juntos a todas partes”, pero no pueden precisar si la relación era de carácter sentimental. Probablemente a instancia suya, Sonia aceptó participar del grupo del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), adoptando el apodo de “Clara”, práctica muy usual en la militancia de la época. En las reuniones del grupo, conoció y trabó amistad con Marta Angélica Guerrero e Irma Ester Berterré, que eran también maestras recibidas como ella. Junto a Marta (apodada “Perla”), se incorporó al trabajo social en las humildes barriadas de Isla Río Diamante y Pueblo Usina, recolectando ropa y alimentos para repartir entre los más necesitados, y enseñando gratuitamente a leer y a escribir a pobladores analfabetos de la zona.
Esta actividad significó una importante merma de su rendimiento en los estudios; en 1974, la única materia aprobada —con fecha 6 de agosto— fue Derecho Civil.
A fines de ese año Sonia pudo invitar a sus padres y a su hermana menor, a pasar unos días en la localidad cordobesa de Carlos Paz, “las únicas vacaciones que mi hermana pudo regalar a mis padres”, recordará años después María Azucena. Allí se dio el gusto de comprarse un poncho color rojo que le encantó, y que vestirá con frecuencia a su regreso a San Rafael. Para entonces había cumplido los 24 años, y su aspecto era ya el de toda una mujer.
Durante 1975, la vida de Sonia continuó entre su trabajo de secretaria y la actividad en Pueblo Usina. Siempre con Marta, solían concurrir a casa de la vecina Rosario del Carmen Velásquez, en la calle Telles Meneses, para alfabetizarla junto a sus familiares. En esos días, varios pobladores de la cuadra comenzaron a reunirse en casa de la vecina Candelaria Páez, con motivo de reclamar a las autoridades municipales el suministro de agua corriente; las jóvenes Clara y Perla —tal como las conocían en el barrio—, se sumaron para ofrecer su colaboración, llegándose a realizar una manifestación de vecinos frente a la Municipalidad. A pesar de ser el PRT un partido que denostaba al capitalismo, y que sostenía la lucha armada del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) como medio para derrocarlo, ni Sonia ni Marta hablaban de política o repartían literatura partidaria en el barrio; y mucho menos, portaban armas de ninguna clase.
Durante 1975, también quedaron relegados los estudios de abogacía de Sonia; la única —y última— materia que aprobó fue Ciencia Política, en diciembre de ese año. No tuvo tiempo para más. Las primeras desapariciones en San Rafael se produjeron antes del golpe militar del 24 de marzo. El 25 de febrero se llevaron a Héctor Aldo Fagetti, el 1° de ese mes desapareció su amiga y compañera Irma Ester Berterré, y el 23 Francisco Tripiana. Después del 24 de marzo, la saga continuó con las desapariciones de Roberto Ozorio, Pascual Sandobal, José Ortemberg y Rolando Berhoiza.
Poco después llegaba el feriado largo de la Semana Santa de 1976. Los padres de Sonia viajaron a San Juan para visitar a sus familiares; Yolanda, la hermana mayor, se instaló en la casa paterna, calle Tres de Febrero 578, junto a su marido y a su hijo, para que Sonia y María Azucena no se quedaran solas en esos días. El sábado 17 de abril de 1976, un comando compuesto por policías y militares allanó la vivienda familiar; y luego de revolver toda la casa se llevaron detenida a Sonia, para lo cual labraron un acta. Yolanda preguntó al sumariante por qué se la llevaban, obteniendo como respuesta: “quédese tranquila, señora, que es por averiguación de antecedentes”. Acto seguido, hicieron otro tanto con “Perla”, Marta Angélica Guerrero.
Ambas fueron llevadas esa noche a los sótanos de Tribunales, lugar conocido como “Casa Departamental”. Las detenidas María Esther Dauverné, Marta Agazzini y Estefanía Torres Tapia, coincidieron en atestiguar que, desde la mirilla del calabozo, pudieron observar la llegada de ellas al centro clandestino de detención. Los captores las ingresaron por un pasillo y les preguntaron sus nombres; acto seguido, llamaron al abogado del Ejército Carlos Fernando Cuervo para tomarles declaración, y al médico policial Cristóbal Ruiz Pozzo, quien les ordenó desvestirse, a la vista de todo el mundo, para revisarlas. Luego se apagaron las luces, se escuchó un ruido de puertas, y se las llevaron
al destacamento de Infantería de Policía. Dauverné recuerda que Sonia “tenía un saco rojo en el brazo”: sin dudas, su preciado poncho cordobés.
El padre de Sonia, que había regresado de San Juan apenas se enteró del arresto de su hija, se presentó al día siguiente en Infantería, para indagar sobre lo que estaba ocurriendo. Un día después, lunes 19 de abril a las 7.35 de la mañana, tanto ella como Marta Guerrero fueron liberadas por orden del capitán Luis Alberto Stuhldreher, a la sazón intendente de facto de San Rafael, y segundo jefe en la cadena de mandos de la estructura represiva local, por debajo del mayor Luis Faustino Alfonso Suárez.
Tras su liberación, Sonia quedó profundamente preocupada; sin embargo intentó tranquilizar a su hermana menor, que había sido testigo del violento acto del arresto, y estaba muy asustada: “No tengas miedo, no llores; ya pasó todo. Nada malo estoy haciendo, así que nada va a pasar. Si ya me llevaron en averiguación de antecedentes y me dejaron salir, ¿qué más podría pasar?”. Convencida de la necesidad de seguir su vida normal, para evitar todo tipo de suspicacias, Sonia continuó yendo todos los días al trabajo —el arresto no afectó la continuidad laboral, por haberse producido un fin de semana— y se dispuso a preparar una nueva materia de la facultad, a rendir en el mes de junio.
Sin embargo, el clima de terror continuaba. El 12 de mayo de 1976 desapareció Santiago Illa (apodado: Santiago “Chiche” Illa). Sonia notaba movimientos sospechosos, y sentía que la estaban vigilando. Una noche de mayo, muy nerviosa, llamó por teléfono a su viejo amigo “Rony” Ortiz, a quien le dijo: “Tengo miedo; me están siguiendo”. Ortiz fue a verla en el acto, pero no podía brindarle la contención que ella necesitaba: él militaba en el peronismo, y también lo habían estado rondando los temidos automóviles Ford Falcon. “Mirá, yo estoy en la misma situación tuya, no sé qué decirte”. Sonia preguntó entonces, “¿vos creés que nos pueda pasar algo?” y Ortiz contestó: “cualquier cosa nos puede pasar”.
La noche del martes 25 de mayo de 1976, feriado nacional, la familia Luna se fue a descansar temprano; al día siguiente todos debían volver a sus actividades cotidianas, el colegio y el trabajo. Sonia y María Azucena se fueron a acostar en el dormitorio que compartían, en la segunda planta alta de la casa. Pero hacia las dos de la madrugada, ya del 26, el infierno se desató en la vivienda de los Luna. Varios vehículos —entre los cuales había dos Ford Falcon blancos— ocuparon posiciones frente a la casa, mientras un comando de cinco a seis hombres vestidos de civil forzaba la verja y golpeaban violentamente la puerta de entrada. Profundamente alarmado, Carlos Isidro Luna —hermano de Sonia— entreabrió apenas la puerta; de inmediato fue encañonado con un arma de fuego, y obligado a franquear el paso.
Uno de los intrusos, que vestía gorro de piel y un saco de duvet color verde oliva, ordenó a los moradores que se pusieran de manos contra la pared y que se quedaran tranquilos, “que lo único que venían a buscar eran armas”. Era el comisario José Martín Musere, sindicado en el juicio como uno de los más exaltados y violentos miembros del grupo militar de tareas que operaba en San Rafael.
Acto seguido los asaltantes subieron corriendo las escaleras hasta la planta alta, donde unos arrancaron las cintas de las persianas, y otros siguieron hasta la segunda planta, irrumpiendo en el dormitorio de las niñas. Sonia, semidormida, alcanzó a cubrirse el camisón con su deshabillé. Así las llevaron hacia abajo, donde maniataron a toda la familia con las cintas arrancadas a las persianas. A continuación saquearon todos los objetos de valor que encontraron, incluida una guitarra de Yolanda; y finalmente se llevaron a Sonia, así como estaba, en ropa de dormir, hundida en el desconcierto y la desesperación.
Una vecina de los Luna, Mirtha Susana Soler, declaró que “escuchaba gritar y llorar”, que “vio a Rosa Sonia Luna, pero no caminaba normal, iba en camisón y como dopada”, y que “uno de los efectivos se llevaba en la mano la guitarra”. La flotilla de vehículos partió, haciendo chirriar las ruedas, con su botín de una mujer joven, una guitarra, y algunos enseres de la casa. De ese modo, la vida de Rosa Sonia Luna se perdió en la noche de los tiempos.
Todas las gestiones de la familia Luna por averiguar el paradero de Sonia resultaron infructuosas. Primero radicaron la denuncia en la policía, donde les dijeron que seguramente se había escapado “con un noviecito”; luego recurrieron a las autoridades militares, sin resultado alguno. Por último presentaron dos recursos de hábeas corpus, ambos rechazados con costas a cargo de los familiares.
Con el retorno de la democracia parlamentaria en 1983 y la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), el caso de Rosa Sonia Luna fue registrado e inscripto bajo el n° 5205. Pero debieron pasar 41 años desde su secuestro, hasta que los responsables de su desaparición recibieran condenas por los delitos de lesa humanidad cometidos en el sur mendocino.
El cuerpo de Sonia nunca apareció. En el año 2013, para mantener vivo su recuerdo, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) colocó una baldosa con su nombre en la vereda del Colegio Normal de San Rafael, donde se había recibido de maestra. La leyenda rezaba: “Aquí estudió Rosa Sonia Luna – militante popular detenida desaparecida – 26/05/1976”. Pero con el paso del tiempo las letras se borraron, quedando solamente en el suelo una mancha de cemento gris. Esta entrada biográfica, a modo de humilde sustituto de aquel cenotafio, está dedicada en homenaje a su memoria.
Cómo citar esta entrada: Silva, Horacio Ricardo (2021), “Luna, Rosa”, en Diccionario biográfico de las izquierdas latinoamericanas. Disponible en https://diccionario.cedinci.org